Había una mujer que hacía dieciocho
años estaba enferma por causa de un espíritu y andaba encorvada, sin poder enderezarse
(Lc 13,10).
Jesús, ¿por qué aquella mujer
estaba tan encorvada? Quizá le sucedió como en el mito griego: Lo que perdió a
Narciso fue contemplar su bello rostro reflejado en el agua. A partir de ese
momento, se enamoró tan ciegamente de sí mismo que no pudo dejar de mirarse: ni
comer, ni beber, ni dormir, ni fútbol, ni nada. Ahí murió, encorvado junto al
estanque. ¡Pobre Narciso!, ¡Pobre mujer encorvada! No podían dejar de mirarse.
Quizá por dentro decían: No me beso porque no me llego, que sino…
Los
retrovisores son para ver a los demás. ¿Los tengo bien orientados?
Al verla, Jesús la llamó y le dijo:
Mujer, quedas libre de tu enfermedad. Le impuso las manos, y enseguida se puso
derecha. Y glorificaba a Dios (Lc 13,10).
Jesús, que cosa más triste es
darme vueltas, pendiente de la imagen, del reflejo que provoco en los demás… y
así, poco a poco me he convertido en un narcisista. Aquella
pobre mujer no podía levantar la vista y fuiste Tú quien la llamaste: Al
verla, Jesús la llamó, y la enderezaste. Jesús, ¡apiádate de mí! Con tu
ayuda, que deje de mirarme el ombligo y te mire a ti y por ti a los demás.
No quiero dar
gato por liebre; quiero dar solo tu imagen, reflejarte.
Propósito: No mirarme
tanto el ombligo